De los narradores
peruanos aparecidos en el presente siglo, bien podemos decir que tenemos para
todos los gustos y colores. A la fecha tenemos nombres y títulos que a fuerza
de propuestas, y como también al galope de campañas “autobombísticas”, nos
permiten tener una idea hacia dónde va la narrativa peruana última, de la que
se ha venido escribiendo con cierta regularidad. Sin embargo, en lo que se ha
escrito de ella es posible detectar una mirada sesgada, porque la mayoría de
las veces que nos referimos a la narrativa peruana última, nos abocamos a los
narradores limeños.
Por otra parte,
sobre la falta de atención hacia la narrativa de provincia, se viene
construyendo un discurso por demás hipócrita y demagógico, discurso que nos
señala a sus protagonistas como si fueran la reserva moral literaria contra un
circuito literario feliz en su involuntaria ley centralista. Lo cierto es que
muy buenos, buenos, regulares, malos y mediocres narradores los hay tanto en
Lima como en provincias y es tarea de quienes cartografían este espectro
narrativo estar atentos a la sensibilidad creativa que se viene gestando, sin
importar de dónde provengan sus autores.
De los pocos
narradores de provincia que han ido construyendo una obra, en silencio y sin
prácticas lustrabotistas, pienso en Luis Fernando Cueto y Orlando Mazeyra. Nos
ceñimos a la construcción de una legitimidad que ha partido de sus circuitos de
origen, en los que resulta muy difícil sacar adelante una obra que se
manifieste en una lectoría signada por la fidelidad, o llámale
admiración/reconocimiento.
El libro que nos
convoca en esta ocasión pertenece al arequipeño Orlando Mazeyra, quien con Bitácora
del último de los veleros (Aletheya, 2016) debe ser ya considerado
como una de las voces con mayor proyección de la narrativa peruana actual. Y
digámoslo de una vez: el tránsito de Mazeyra a esta realidad no ha sido nada
fácil, hasta podemos asegurar que ha conseguido su valía literaria sin deberle
nada a nadie. Pues bien, si alguna deuda tuvo, esta fue consigo mismo, porque
supo salir airoso de la prueba que le significó su poco logrado primer título,
el cuentario Urgente: necesito un retazo de felicidad (2007). Pero
Mazeyra aprovechó lo que debía aprovechar de aquel y desterró para siempre lo
que era evidente desechar. Dentro de las falencias de esa primera entrega, era
posible detectar un nervio narrativo cargado de furia, furia que supo elevar en
sus también cuentarios La prosperidad reclusa (2009) y Mi
familia y otras miserias (2013), que recibieron justos saludos de la
crítica.
Ahora Mazeyra
irrumpe con un libro que puede ser leído como un cuentario o una novela
episódica. En lo personal, prefiero leer BUV en su segunda vía
de lectura. Mazeyra no se guarda nada, estamos ante un narrador que funde en
estas páginas los tópicos y las obsesiones que recorrió en sus entregas
precedentes, pero ahora llevados al límite, en un coqueteo cuasi salvaje entre
la ficción y la realidad, por medio de un discurso que encapsula la experiencia
literaria y la vital, la actitud del artista adolescente y su crudo presente
que lo obliga a madurar. El autor se vale de un narrador protagonista que no le
huye a la exposición, pero hablamos de una exposición contraria a las virtudes
personales, puesto que por medio de su visión alucinada y gris de su vida,
puede hallar la redención personal ante un mundo que simplemente no lo quiere.
En este sendero a la autosalvación el narrador protagonista no duda en brindarnos
circunstancias nada amigables sobre su familia, menos aún de las personas que
lo rodean y que quieren ayudarlo, ni mucho menos sobre las mujeres que ama. En
esta galería de miserias emocionales, partiendo por quien las enuncia,
encontramos un punto de quiebre con la ficción “yoísta” que también percibimos
en algunos títulos de la ficción narrativa peruana de los últimos años,
diferenciándose de esta gracias a una voz que se nutre de una oscura tradición
poética, que solventa también la actitud del narrador hacia su entorno
inmediato y por la que forja más de una declaración de principios que lo salvan
de sí mismo, del hastío y, en especial, del suicidio.
Más allá de algunas
reincidencias temáticas, peligros que, por lo general, nos presentan las novelas
episódicas, Mazeyra nos entrega un libro por demás violento en su oscuridad
emocional y que debemos celebrar como una saludable luz literaria en la
narrativa peruana última.
Gabriel Ruiz Ortega
Publicado en El Virrey de Lima